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InvitadxsLa zona gris: cuestiona tu relación con el alcohol aunque no seas alcohólicx

Nuestra invitada se presenta:

Soy Catalina Zuleta, creadora de Ni Tan Anónima, una iniciativa que surgió de mis cuestionamientos respecto a mi relación con el alcohol. Desde mi espacio propongo la curiosidad –por contraposición a los moralismos–para analizar la omnipresencia del alcohol en nuestras sociedades y su rol en nuestras vidas personales. Espero que quienes se acerquen a mi proyecto encuentren herramientas para indagar en su relación con el licor de una manera informada y crítica, más allá de lo que nuestras sociedades estiman como un consumo “normal”. También soy coach especializada en la zona gris del consumo y acompaño a las personas que, por las razones que sea, deseen explorar su relación con el alcohol en sus propios términos: sin juicios, etiquetas, miedo o vergüenza.

Instagram: @nitananonima

Email: catalina@nitananonima.com

 

 

Estoy próxima a cumplir exactamente dos años y medio sin tomarme un solo trago. Sin embargo, empecé a albergar la sospecha de que mi relación con el alcohol era problemática muchos años antes de decidir sacarlo por completo de mi vida. Tardé un buen tiempo en pasar de una simple sospecha a la certeza visceral e incontestable de que mi forma de beber era problemática, al menos para mí.

 

Nunca encajé en el molde de película de Hollywood de una persona “alcohólica”. No bebía en ayunas, había épocas en las que, si me lo proponía, podía dejar el alcohol sin tener respuestas fisiológicas violentas, no me metía en peleas, no terminé en la cárcel, ni en el hospital. Mis patrones de consumo se fundían a la perfección con lo que social y culturalmente hemos construido como “normal”. Tanto así que, las pocas veces en que me atrevía a mencionarles a algunos de mis cercanos sobre mis sospechas de un posible lío con el alcohol, la respuesta inmediata era casi unánime: “estás exagerando”,  “no seas dramática”, “todo es cuestión de saber cómo tomar”.

 

Sin embargo, por bien que la pasara, por mucho que pudiera reírme de mis borracheras y guayabos, por inofensivo que pudiera parecer todo hacia fuera, en el fondo siempre había una incómoda vocecita que me gritaba que algo no encajaba. Una parte de mí –esa parte que elegí no escuchar durante años porque era muy fácil encontrar alguien “peor” que yo con quien podía compararme– siempre supo que yo no bebía sólo por “pasarla bien” o porque me “gustara el sabor”. Bebía, sobre todo, para escapar de las revoluciones de mi mente.

 

Así pasé un montón de tiempo torturándome en silencio ante la disyuntiva de si lo mío clasificaba o no como un problema. En mi cabeza –como en la de la mayoría de la gente– frente al alcohol sólo existía una dicotomía posible: o era alcohólica y necesitaba irme cuanto antes a una reunión de Alcohólicos Anónimos o, en efecto, estaba sobredimensionando las cosas y yo era una “tomadora normal”.

 

Estar en la zona gris del consumo –esa zona incierta en la que no eres la persona que lo pierde todo por el trago, pero tampoco aquella que se toma una copita cada seis meses– es más complicado de lo que en principio parece. En un mundo que muy poco entiende de matices y parece dividirse sólo entre “alcohólicxs” y “tomadores normales” es difícil no sentir que exageras al pensar que tienes un problema cuando todo en tu vida es tan funcional. En sociedades y culturas en las que el alcohol es omnipresente, en el que su consumo se romantiza y se glamouriza hasta convertirse en una especie de mandato social, es difícil escucharte y llegar a tus propias conclusiones sobre tu consumo.

 

Vivimos en sociedades en las que, sin duda, el alcohol ocupa un lugar privilegiado frente a otras sustancias. Todavía hablamos de alcohol y drogas, como si fueran cosas separadas. Percibimos el alcohol como algo inofensivo, se nos vende sistemáticamente (en propagandas, anuncios, canciones, películas y series) como una especie de pócima mágica capaz de curarlo todo. Perdemos de vista que, muchas de nuestras nociones sobre el alcohol, lejos de estar basadas en el cuerpo de conocimiento científico cada vez más robusto que hay sobre esta sustancia, responden, en gran medida, a los intereses comerciales de la industria licorera. Hay una disonancia tajante entre los discursos públicos sobre el alcohol y lo que la ciencia ha descubierto sobre sus daños. En otros términos, estamos desinformados y mientras lo estemos seguiremos subestimando sus riesgos.

 

Casi nadie sabe, por ejemplo, que no existe tal cosa como una dosis sana o segura de alcohol y que, precisamente por esto, es importante que todos revisemos nuestro consumo aun cuando no parezca problemático. Tampoco se nos habla de que el alcohol es neurotóxico, provoca daños en todas las estructuras cerebrales (en particular en la corteza prefrontal donde se aloja nuestra capacidad de discernimiento y gestión emocional efectiva), está conectado con, al menos, siete tipos de cáncer y su consumo, de acuerdo a la OMS, resulta en 3 millones de muertes en el mundo cada año.  La verdad es que aquí me quedo muy corta con respecto a todo lo que podría mencionarse respecto al licor y su relación no sólo con la salud física sino también con la salud mental y otros asuntos de orden más sociológico como, por ejemplo, la violencia de género. Y este es el punto: esto va más allá de si el alcohol es “bueno” o “malo” para la salud, lo que está en juego es mucho más profundo que si destapamos o no una botella. No es sólo una cuestión de preferencias personales. En realidad, la omnipresencia del alcohol en nuestras sociedades nos pone frente a una compleja ecuación que bien puede analizarse a la luz del modelo biopsicosocial: es una intersección entre la sustancia misma, la persona que la consume y la sociedad en que la consumimos.

 

Entiendo que lo anterior puede no ser agradable de leer. Desde nuestro condicionamiento social y la forma en que hemos sido entrenados para pensar e interactuar con el trago todo lo que acabo de mencionar resulta tan exagerado que pareciera que mi intención es satanizar e iniciar una cruzada anti-alcohol. Pero aquí no se trata de prohibicionismos. Se trata de que podamos empezar a tomar distancia crítica para poder mirar con sospecha todo lo que creemos saber sobre el alcohol y así podamos salir del piloto automático de nuestro consumo para tomar decisiones más informadas sobre lo que ponemos en nuestros cuerpos. A mi juicio, éste es, ante todo, un asunto de curiosidad básica, la curiosidad que nos mueve  a preguntarnos por qué hacemos lo que hacemos más allá de qué tan “normal” o bien visto esté eso que hacemos.

 

La intención de este texto y, en general, del trabajo que hago desde @nitananonima es que podamos generar una reflexión más profunda y menos individualizada sobre el lugar del alcohol en nuestras sociedades. Que podamos romper con la sobresimplificación del pensamiento dicotómico y asumir que, como todo lo demás en la vida, la adicción al alcohol también es un espectro. Me interesa, además, que salgamos de las definiciones puramente biomédicas de la adicción, que nos demos cuenta de que podemos interpelar nuestro consumo de alcohol sin necesidad de que éste se haya convertido en una tragedia comprobable en nuestras vidas.

 

Sobre todo, me importa que quienes lean este texto y se sientan incómodxs con su forma de beber –aun cuando no se identifiquen con el rótulo de “alcohólicxs”– sepan que en mi proyecto hay un espacio libre de juicios que acoge con amor y respeto a cualquier persona que tenga una vocecita que le indica que hay algo extraño en su manera de beber y esté dispuesta a escucharla.

 

A continuación ofrezco una lista de señales propias de la zona gris del consumo de alcohol y además una lista con recordatorios amorosos que recogen los puntos fundamentales de mi iniciativa.

 

Gracias por leer ♥

 

 

Algunos indicadores para descubrir si estás en la zona gris del consumo de alcohol:

  1. Piensas constantemente en que te gustaría beber menos o no beber. Inviertes más energía mental de la que te gustaría admitir en contemplar cómo “aprender” a beber y “manejar” el alcohol. Pero cuando reduces tu consumo o paras de hacerlo te sientes miserable, como si te estuvieras privando de algo.
  2. La idea de ir a una fiesta o participar de ciertos eventos sociales sin beber te resulta no solo inconcebible, sino casi ofensiva. 
  3. Bebes en piloto automático (cuando te aburres, estás esperando a alguien, etc) y luego te arrepientes de haberlo hecho.
  4. Conoces íntimamente esta escena: después de beber te levanta en la madrugada una vocecita de culpa, arrepentimiento y angustia aunque no haya pasado nada “malo” mientras estabas borrachx. Tu propio cuerpo se convierte en un lugar incómodo, el guayabo moral martilla tu cabeza, aunque hacia afuera te rías y hagas chistes con tus amigxs sobre la noche anterior. En otras palabras, hay una disonancia entre lo que vives en tu privacidad y lo que experimentas en público. Por dentro sientes que algo no encaja, pero cuando hablas con tus amigxs piensas que quizás estás exagerando porque tu consumo no es muy diferente al de los demás.
  5. Estás entre dos extremos: no eres la persona que lo ha perdido todo, incluso te sientes lejos de tocar fondo. Pero tampoco eres el tipo de persona que se toma un par de copas de vino al año en un matrimonio.
  6. El alcohol se ha convertido en un mecanismo de gestión emocional. Bebes (así sea sólo un par de copas) para sobrellevar emociones difíciles o para calmar el estrés que te producen situaciones actuales o del pasado.
  7. Con frecuencia bebes más de lo que te habías propuesto beber.
  8. La idea de parar de beber para siempre te genera una explosión de ruido interno con el que te resulta imposible hacer las paces: imágenes de una vida aburrida, sin sabor y sin gracia.

 

 

Recordatorios amorosos:

  1. No tienes que encajar en los imaginarios tradicionales de un “verdadero” problema con el alcohol para cuestionar, redefinir e interpelar tu consumo de alcohol. No tienes que ser “alcohólicx” para tener un problema con el alcohol. No tienes que tocar fondo para dejar de tomar.
  2. La funcionalidad (la capacidad de cumplir con tus responsabilidades) no es una medida confiable ni suficiente para pensar que no es necesario indagar en tu relación con el licor. Se puede ser perfectamente funcional y tener una relación problemática con esta sustancia.
  3. Si te preguntas si tienes un problema con el alcohol ese es un indicador de que probablemente lo tienes, así no sea un caso clínico o crónico.
  4. No se trata de cuánto bebes, se trata de preguntarte por qué y para qué lo haces.
  5. “¿Soy alcohólicx?” no es una pregunta útil. La pregunta por el alcohol es relevante para cualquier persona que tenga curiosidad de sí misma, para cualquiera a quien le importe revisar su forma de habitarse y habitar el mundo. Lo importante es que puedas responderte si estás viviendo la vida que quieres, si estás siendo lo que has soñado de ti mismx y si tus patrones de consumo de alcohol interfieren o no en eso.
  6. No hay nada vergonzoso en tener un lío con el trago. De hecho, la potencia adictiva del alcohol es tal que lo extraño, en realidad, es no desarrollar una relación complicada con esta sustancia. La mayor parte de personas que consume alcohol habitualmente está en la zona gris del alcohol. Otra cosa es que no hablemos de esto.
  7. La adicción es un espectro. Destruyamos el mito de que el mundo se divide entre “alcohólicxs” y “tomadores normales”.
  8. Tener una relación complicada con el licor no significa que tengas una enfermedad incurable, que algo en ti esté roto, que tu vida sea ingobernable o que tu identidad pueda o deba explicarse exclusivamente en razón de esto.
  9. No hay mejor forma de afirmar nuestra libertad personal que siendo capaces de cuestionar lo que hemos normalizado para tomar decisiones más conscientes e informadas sobre lo que hacemos/consumimos.
  10.  Cuestiona la idea de que beber alcohol es un privilegio.

 

Written by:

Soy psicóloga y psicoterapeuta Gestalt. Te quiero ofrecer una invitación a desenvolver, explorar y expandir.

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